Después de recorrer infinitos caminos buscando en la vida una felicidad que no encontré, ya cansado de tanto buscar, decidà que mis últimos años transcurrieran en la más inmensa de las soledades. Asà fue que un caluroso dÃa, de un verano cualquiera, de un año cualquiera abandoné el lugar adonde habÃa transcurrido gran parte de mi vida. Me alejé de mis amigos con un ¡hasta pronto!, pero sabÃa que nunca volverÃa a verlos. Hasta lloré en esa despedida. Pero ya estaba decidido. Y comencé a vivir solo. Lejos de todo y de todos ...Mi única compañÃa eran los recuerdos, que siempre me causaban llanto y una gran tristeza. Si eran de momentos lindos me apenaba porque ya nunca los volverÃa a vivir, y si por el contrario, eran feos, me dolÃa porque los recuerdos ingratos siempre apenan. Sin embargo habÃa algo que me reconfortaba: mi nueva tierra... Mi tapera legendaria, que según dicen fue abandonada por los indios hace ya mucho tiempo. Simple y precaria, pero demasiado fuerte y segura...demasiado. Cobijaban todo el dÃa mi morada dos árboles viejÃsimos y hermosos. Cuando el viento soplaba entre sus ramas, su voz parecÃa un lamento por tanta soledad. Hacia el norte, el Lago de Colores, como yo lo llamaba, porque el sol, al reflejarse en las montañas cambiaba los tonos del agua. En este lugar pasaba gran parte de mis horas, pescando, nadando o sólo para verme reflejado en sus quietas aguas y mirar mi blanca barba y mi frente arrugada por el paso de los años. Y, tras el lago varios ciento de metros más allá, comenzaban las primeras piedras a querer ser montañas, hasta perderse entre las nubes como cuchillas que intentan penetrar el cielo... Eran inmensas, lejanas y bellas... Nunca tuve miedo en tanta soledad. A veces, oÃa el silencio. Me gustaba por las noches mirar los reflejos de la luna sobre las piedras, verlos jugar e inventar colores, creando espectáculos maravillosos sobre el agua. En esos hermosos instantes, cuantas veces lamenté que la gente no sepa ver la belleza que Dios puso sobre la tierra y sólo viva para ambicionar, traicionar y perderse, muriendo, sin saber que hay otro mundo dentro de este mismo, que es muy chiquito y está reservado para los que cierran los ojos y sólo miran con el corazón... Yo sé que a muchos le va a costar creer lo que les voy a contar. Pero no importa. A mà me basta saber que fue y que yo tuve la suerte de vivirlo. Empezó en un anochecer callado. Todo estaba calmo ... inmóvil... Trataba yo de hornear un poco de pan, con la tibieza de la harina y el agua todavÃa entre las manos, cuando una rara sensación llenó mi cuerpo. Fue una presencia, una vibración del aire, un suspiro. Me volvÃ. A pesar de lo avanzado de la hora, la claridad de la luna envolvÃa las formas, misteriosas en su color de plata nueva. AllÃ, apenas a unos pasos, me miraban sin asombro. Era un hombre sin edad; piel de bronce y cabellos de trigo. Lo và claramente, como si lo iluminara un fulgor especial. En un susurro me dijo: -Voy de paso, no tengas miedo. ¡Miedo...! La palabra me volvió al momento que vivÃa. Sentà la loca carrera de mi sangre golpeándome las sienes, el temblor inusitado de mis piernas, el frÃo inyectándose en mis huesos. -¿Adónde vas? Dijo mi boca más allá de mi mismo. -Voy a buscar a mi amor allá, dentro de una hora me encontraré con ella. -¿ Quién es ella?. Conseguà articular débilmente. A tiempo que reanudaba la marcha y con la misma calma con que habÃa llegado, dijo ya sin mirarme: -Ella, ella es la única, puntual, fiel, pura, hermosa, brillante. -Pero ¿quien es? Grité con todos mis sentidos renovados. Comenzó a caminar hacia las montañas, acariciando con los ojos la lejanÃa, y dijo con una rara alegrÃa: -Ella es mi Luna... mi Luna ...mi Luna... Me dejé caer tratando de convencerme de que sólo era un sueño, que no debÃa creerlo. Sentà el ruido de sus pasos al alejarse. Apreté mi cara contra la tierra, traté de olvidarlo todo. Cuando los sonidos se apagaron levanté los ojos buscándolo y lo vi muy lejos, casi en la cima. Su cuerpo irradiaba una luz que permitÃa ver sus movimientos en la búsqueda del amor... Lentamente la luna se dirigÃa hacia el mismo lugar. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo habÃa llegado hasta Allà tan rápidamente? A medida que se acercaban el cuerpo de mi visitante brillaba más y más. Temblé, lloré, quise correr y no pude. No entendÃ. Ya casi se tocaban. Alcancé apenas a cubrirme los ojos cuando un resplandor magnÃfico alumbró todo el lugar. La quietud del lago se transformó en una marea convulsionada. Pequeñas ondas se movÃan al son de una extraña melodÃa. En instantes todo volvió a ser como antes. La paz, la calma, todo igual; sólo que la luna ya habÃa trascendido la lÃnea de las montañas y una horrible oscuridad se adueñaba del aire. Entonces lo vi. Agitaba tristemente los brazos, saludando con amor a su luna lejana y ya definitivamente solo. Luego se arrodilló. Y asà lo pude ver en las noches de luna llena, en las pocas semanas que aún estuve en ese lugar. También recuerdo un detalle que no supe a qué atribuirlo. Cuando sus brazos dejaron de saludar y sus rodillas tocaron el suelo, comenzaron a rodar por las montañas muchas estrellitas que al caer por entre las piedras alumbraban el camino que él habÃa seguido. Hoy ya no tengo dudas, eran lágrimas por ese amor perdido.
Pancho Aquino.
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